27 de diciembre de 2006

Costumbres Navideñas

Hola Lectores:

Si queréis publicar algo en mi blog para que lo vean los demás, enviármelo al e-mail: alberto.zambade@hotmail.com y en breve será publicado.

Saludos del Dardo

Costumbres Navideñas

La otra tarde me senté con mis padres en el salón de mi casa, al calor de la chimenea. Hablamos sobre las costumbres de antaño, cuando la Navidad se disfrutaba diferente a como se disfruta ahora. Estuvimos metidos en una larga conversación que se prolongó hasta altas horas de la noche. Pues no era cosa extraña que aquella noche estuviéramos despiertos. Era Nochebuena, y dicen que ésta y la noche de Nochevieja, son las dos noches más largas del año. Es una costumbre desde hace muchísimo tiempo que en mi casa por Navidad siempre llevamos a cabo. Empezamos hablando de la cena, elogiando lo maravillosamente bien que le sale el cordero asado a mi madre, porque es verdad. Aunque primero hablamos de los entrantes y como no podía faltar, sacamos como último tema a compartir, el sabor del vino. Y aquí entra mi padre, el que siempre sabe muchísimo de vino. Yo siempre me quedo ausente, pues si no es por él quizás hoy me engañarían al tomar vino en cualquier restaurante. Me encanta ver como coge la copa. Luego mete la nariz dentro de ésta, antes le da un giro, mientras mira el vino como se mueve en su interior, a la altura de sus narices, con mirada penetrante. Seguidamente se dispone a dar un trago, todos le observamos como un ritual, y mientras absorbe el vino va olfateando el aroma que se queda incrustado en las paredes de cristal de la copa.
- ¡Qué bueno! Es un buen vino, ¡Pruébalo, hijo! – me dice. Mientras me llena la copa.
Quizás para muchos, este detalle le resulte muy familiar. Pues siempre hay alguien en la familia ese día que sabe la pera de vinos. A mi me hace mucha gracia, porque cada año siempre termina repitiéndolo de nuevo, y me lo explica como si fuera la primera vez. Es una de las muchas costumbres que tiene mi padre. Eso y el hablar de las cosas de antaño. Como bien os he dicho antes, después de charlar y opinar sobre la cena y el vino, nos sentamos todos juntos y entramos en un ambiente algo más entrañable.
- Y ahora que estamos todos reunidos, ¿Qué es lo que echáis de menos en comparación con las navidades que vosotros habéis pasado cuando erais pequeños? – les pregunté a mis padres.
- Pues veras hijo, han cambiado mucho las Navidades. Ha cambiado todo - dijo mi madre.
- Pero, ¿Tanto? – dije.
- Tú eras muy pequeño hijo. Ahora por ejemplo, ya no se ve como algo normal el que vengan a tu casa los críos a pedirte el aguinaldo – contestó mi padre.
- Sí. Claro que vienen. La otra tarde vinieron dos niños – les dije.
- Y ¿Te cantaron? – preguntó mi padre.
- No. Pero eso ya no se lleva, Papá.
- Ves. Ese es el problema – respondió mi padre, algo tristón. Y continuó-. Por ese motivo se pierden las costumbres. Antes el Barrendero llamaba a tu casa y te entregaba una postal Navideña y a cambio le dabas una propina. Al igual que los niños pequeños se tiraban horas cantándote en la puerta villancicos populares, hasta que le dabas una dádiva. Y a los que cantaban bien los villancicos les dabas el aguinaldo doble. Claro que doble quería decir en la época, que le dabas dinero y unos dulces para todos. Hasta el Sereno tenía su aguinaldo en Navidad. En las noches de invierno lo pasaba tan mal el hombre, que mientras ayudaba a acompañar a cada persona o cada pareja hasta su casa, entre portal y portal, alguna vecina le daba a tomar un vaso de leche caliente para poder aguantar las gélidas noches de diciembre. Porque antes sí que hacía frío, hijo…- me dijo muy serio, con el dedo índice de la mano derecha levantado, poniendo atención a mi mirada.
Todo lo exageraba, pensaba yo. Aunque en realidad gran parte de lo que me contaba tenía razón. Hoy en día se han perdido muchísimas costumbres. Me acuerdo que en Nochebuena nos juntábamos toda la familia y cantábamos y bailábamos villancicos hasta el amanecer. Hoy son pocas las familias que disfrutan la llegada de la Navidad de este modo. Muchas lo ven ridículo, otras ya no tienen ánimo porque les falta algún ser querido, y el resto porque “ya no se lleva”: piensan. Yo creo que el espíritu de la Navidad es un estado de la mente. Por eso cada año que pasa intento hacer lo mismo pero mejor. Porque cada año que pasa no lo miro como un tiempo perdido, lo veo como un tiempo vivido, y eso me enseña a seguir siendo feliz con lo que tengo y a disfrutar al máximo de la vida, de mi familia, de mi pareja y de todos mis amigos. No hay placer y alegría más grande en esta vida que estar a gusto con la vida que te toca vivir. Por ese motivo y por muchos más ¡Feliz Navidad, amigo lector! Y no cambies tus costumbres si con eso cambias la felicidad en tu entorno.

Alberto Zambade Santiago ©

5 de diciembre de 2006

Recuerdo de Navidad

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Saludos del Dardo

El relato que os presento a continuación, es un relato muy especial para mi. Espero que os guste...

El mercado de la Puerta del Sol de Madrid

Durante varios años, siempre a principios de diciembre, me escribí con un viejo compañero de batallas, gravemente enfermo. Eran unas cartas llenas de recuerdos nostálgicos y alegres.
Hace tiempo, por esas fechas, en la Puerta del Sol se instalaba un mercado, el de navidad era el último del año. Y los dos, unos niños que, naturalmente, no se conocían, estuvieron allí perdidos entre la muchedumbre, con los bolsillos vacíos, pero con el corazón lleno de anhelo, mirando los puestecillos y los tenderetes. Sin descanso y casi a diario. La Puerta del Sol estaba llena de puestos y de tiendas. El monumento a San José todavía no estaba allí y la pobre Virgen, cuyos escalones también servían para poner tiendas, miraba aquel hormigueo desde su alta columna, entre cuatro ángeles.
Hoy ya es difícil evocar con la mente la atmósfera única de aquel mercado. El aire olía a naranjas y el ambiente estaba impregnado con la fragancia de las lámparas de carbón encendidas y de los fogones. ¡Cuántos perfumes había allí! Era embriagador, y yo nunca me pude saciar de aquel formidable espectáculo. Erraba por aquellos lugares hasta avanzadas horas de la noche.
El mercado de Navidad era solemne y tranquilo. Había incluso una cierta santidad en aquel hormigueo en el que muchas cuerdas vocales hacían un esfuerzo para que el dinero se mudara de un bolsillo a otro.
Con indiferencia, pasaba de largo ante las tiendas repletas de juguetes de madera y de hojalata, y volvía una y otra vez a las figurillas del belén, que olían a cola y pintura barata. Aquello tenía que ser el orgulloso Jerusalén. Lo fabricaban los pobres con sus propias manos. Era barato, valía unos pocos euros, pero aún así resultaba inaccesible para un niño que apretaba en la mano unas moneditas, y a veces, ni eso.
Pero no tenéis que compadecerle. Era feliz.
Totalmente hechizado por aquel belén, contemplaba sus posturas fijas, preparadas para ver el ángel o la estrella. Iba corriendo al mercado varias veces por semana, durante casi un mes, hasta los días de fiesta, siempre que tenía un rato libre. Cuando más me gustaba era a ultima hora de la tarde; entonces solía haber compradores, y los vendedores no tenían tiempo para apartar aquel que solamente miraba, que no parecía querer comprar nada y que no hacía más que molestar delante de los puestos.
Siempre emocionado y siempre esperando nuevos milagros, erraba por el mercado de la Puerta del Sol, hasta que me paraba delante del teatro de títeres. Y allá, gastaba mis moneditas, sin pensarlo y sin ocupación. Cuando se acababa el espectáculo, que por desgracia no era demasiado largo, me quedaba todavía un ratito detrás del teatro y escuchaba detrás de la fina tela ruidosos diálogos y el castañeteo de los brazos y las piernas del conjunto teatral.
Un pintor, que venía al teatro con niños, dejaba caer, con magnanimidad y generosidad, una gran moneda de plata sobre la fuente de hojalata que vigilaba atentamente a la entrada la señora Beatriz.
Imaginaos una ocasional tempestad de nieve y viento que sopla con fuerza, como si se quisiera llevar a la gente y las telas de las tiendecitas. Cuando las lonas de los techos cedían bajo el peso de la nieve, los vendedores la echaban sobre las cabezas de los transeúntes. Pero no parecía molestarles. ¡Y qué! Caminábamos en la nieve, la gente sonreía. Las fiestas más bonitas del año empezaban dentro de pocos días. ¿Habéis visto alguna vez un montón de naranjas cubiertas de nieve?
Cerca de la Puerta del Sol se instalaban en una plazoletita los puestos Navideños, más o menos en el lugar donde se muestra la estatua de Alfonso XIII a caballo, se hallaban siempre las paradas con mercancía de papel. Allá podríais encontrar rollos de papel de seda y de crespón de todos los colores, pantallas para lámparas, reproducciones de santos para enmarcar, postales y papel de cartas.
Yo no buscaba ninguna de estas cosas; a mí me interesaban las hojas recortables con figuritas de Belén en color. Estaban mal impresas, los colores a veces se salían fuera de las formas, pero yo no veía nada de esto. La fea palabra "Los San" en la cabecera indicaba de dónde provenían. Pero eran baratísimas. También tenían hojas más pequeñas, con figuras impresas en cartulinas con hermosos colores, y su superficie brillante permitía no solamente un resplandor deslumbrante de los hábitos de los reyes, sino que hasta la pobreza y la sencillez de los trajes de los pastores pareciesen más espectacular. A estas figuras no había que pegarles nada detrás. Bastaba con separarlas, encolar abajo un trocito fino de madera y pincharlas dentro del musgo blando. Aquellas hojas que me podía permitir comprar por poco dinero se tenían que pegar primero sobre un papel duro, y sólo entonces se podían recortar con mucho cuidado. Era demasiado trabajo, pero se hacía con gusto.
Montar un bonito belén era el deseo de muchos niños, aunque, según recuerdo, no les inspiraba un sentimiento religioso; aquellos belenes eran más bien testigos de un idilio y un anhelo románticos. Era el tiempo de los juegos y de las fiestas que se acercaban. Yo me olvidaba del tema central de la leyenda navideña, del establo con Jesucristo acabado de nacer, y prestaba mucha atención al castillo pagano, y al palacio del rey Herodes, y los palacios de Jerusalén. ¡Qué bonita y qué misteriosa era aquella ciudad medieval, o quizá posterior, que se veía sobre el establo de Belén! Ningún color fue nunca tan jubiloso, ninguna almena tan dentada, ni ningún palacio tan dorado y vistoso. Muchas ventanas se podían recortar, pegar en ellas papel transparente rojo, y detrás de él, encender una vela. Yo, con paciencia, recortaba una ovejita tras otra y, con ellas, los dos pastores que dormían en el suelo entre el rebaño. Porque un rebaño de ovejas es una parte importante dentro de la belleza de una Belén. Lo más difícil era recortar el largo palo pastor que se alzaba por encima de su amplio sombrero. ¡Cuántos había estropeado!
A veces se me iba la mano con las tijeras; otras veces el palo se encorvaba tanto que ya no parecía un palo. Hasta que alguien me aconsejo que pusiera a los pastores en la mano un trocito de madera largo y fino. Esto me salió bien y, al fin, la caja estaba llena de figuras pobres y primitivas, pero sagradas y hechizadas.
Todavía veo el hermoso elefante con un baldaquín rojo y con flecos y borlas dorados, el camello con un tapiz de colores entre las jorobas, y también el esbelto caballo blanco, con la cabeza levantada y un precioso gorro rojo. Las tres majestades se pararon cerca del establo del Belén. El elefante era conducido por un negrito con turbante blanco; el camello por un árabe con una lanza, y el caballo por un muchacho con Fez turco y un sable encorvado a la cintura, mientras que sus reales amos estaban humildemente arrodillados en el musgo, delante del pesebre. Sólo el Rey negro estaba un poco perplejo, algo más atrás, para que se cumpliesen las palabras de una antigua canción navideña.
El placer más grande consistía en agrupar el hermoso rebaño de ovejas, con el perro que corría alrededor, sobre una roca de papel. Algunos pastores estaban durmiendo, otros daban de beber a las ovejas. En el fondo del Belén había un cielo azul con estrellas doradas. Estas también se podían comprar en los puestos de la Puerta del Sol, en pequeñas hojas de papel, y separarlas fácilmente una de otra. Por último, hubo que poner la estrella de navidad sobre un alambre para que temblara cuando la tocaran y pareciera viva. El Belén estaba listo. Sólo faltaba una cosa; espolvorearlo todo con nieve artificial, sin tener en cuenta que los pastores iban descalzos, que de las palmeras colgaban los enormes racimos de dátiles y que había otras llenas de flores de un rojo vivo.
Mi abuela decía que la gente quiere los belenes porque les hace ver el mundo más humano e idílico. Pero yo los adoraba porque estaban inesperadamente unidos a la época de fiestas hermosas, cuando todo estaba perfumado y la gente era distinta. Mi padre, mi madre y todos los demás. Parecían más felices, sonreían y eran más amables. Toda la casa respiraba bienestar. Yo deseaba que aquel tiempo tan feliz transcurriera muy despacito. No quiero jactarme de ello, pero nosotros éramos pobres de verdad. Sin embargo, lo que pudo hacer mi madre con lo poco que poseíamos fue un milagro. Nos sentíamos sumergidos sin interrupción en un permanente bienestar festivo. Y cada rincón de la calle, incluso el más vulgar, parecía vestido de fiesta en aquella época navideña. Todo era distinto, más grandioso, más hermoso.
Eso sucede cuando se tiene el espíritu festivo en el corazón y no solamente escrito con letras rojas en el calendario.

Fin.

Autor: Alberto Zambade Santiago ©

1 de diciembre de 2006

El Sida es más que una leyenda, es una cruda realidad

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Día mundial contra el Sida, ¡Únete!

Nada nace ni nada parece. La vida es una agrgación y la muerte una separación.
No creemos sino lo que esperamos, ni esperamos sino lo que creemos. La fé no es creer lo que vemos, sino creer lo que no vemos.

Miguel de Unamuno