Si queréis publicar algo en mí blog para que lo vean los demás, enviármelo al e-mail: alberto.zambade@hotmail.com y en breve será publicado.
Saludos del Dardo
Género Relato Corto.
El mundo es un pañuelo.
Alguna vez habéis escuchado aquel dicho que dice “el mundo es un pañuelo”. Precisamente, hoy os quiero contar una pequeña anécdota que me sucedió hace tiempo al hilo del dicho que os acabo de recitar.
De siempre he confiado en el destino y su espera me trajo una bella sorpresa. Tuve una compañera de Colegio-Universidad, Isabel, con la que mantuve una relación de amistad preciosa, suenan graciosos los terminos, que nos duró un par de años. Se le daban genial los estudios y aquel don hizo que cada cual tomase un camino distinto, nuestras vidas, a medida que fuimos creciendo fueron ambas por vías diferentes. Ella, despues de dejar el Colegio y comenzar con la Universidad, de hay el termino, tuvo que marchar a EE.UU para seguir avanzando en su último curso de carrera, la tesis final de medicina, y yo me quedé en Madrid. Como me decía en repetidas ocasiones mi madre, me quedé compuesto y sin novia. A mi me encandiló el amor con dieciseis años recién cumplidos y a ella con catorce años.
La verdad que siempre confié en aquel dicho que ahora se me repite con sonsonete ‘el mundo es un pañuelo’ y en silencio esperé a que llegara el día que pudiese volver a verla de nuevo, volver a encontrarme con ella cara a cara, en cualquier esquina de este pequeño mundo. El paso del tiempo pesaba y a veces se me llegó a hacer eterna la espera, tanto que hasta todas mis ilusiones y sueños se me hacían un nudo entre las manos y entre tanto cavilar, del cual muchísimas veces sólo obtuve la respuesta del silencio a mis preguntas, remendé todo y llegué cada día a intentar desliarme de tantos sueños rotos y de tantas esperanzas desvanecidas, para hacer que cada día se me hiciera todo más fácil, más llevadero. Pero cada vez que lo intentaba, cuando parecía sacar la cabeza a flote para respirar aire fresco, todo se turbaba más difícil al pensar que el tan ansiado encuentro pudiera ser o fuera a ser, un hecho o no. Sí, compañeros. Me había enamorado hasta la médula de Isabel. Y me enamoré mucho más al pensar que jamás la volvería a ver nuevamente. Cada uno estábamos en una esquina del mundo diferente. Cuando ella contemplaba el amanecer en EE.UU yo veía declinar el último rayo de sol de una tarde de estío desde la ventana de mi escritorio en Madrid. Y así pasaron los días y los años.
Llegué a convencerme de que en realidad nuestro problema venía dado por vivíamos en mundos opuestos. Pero el azar quiso que un día nos encontráramos ambos paseando por la misma esquina del mundo.
Al principio, al cruzarnos en la misma acera por donde ambos estábamos paseando, un aroma conocido, un rastro de perfume saboreado en otro tiempo, una forma de figura tan peculiar, un modelo que antaño me susurró confianza mientras dábamos paseos con los libros a cuestas por el patio de la Universidad entre descanso y descanso y una voz suave, sutil, cariñosa, que dejo escapar por entre sus labios mi nombre a modo de pregunta “¿Alberto?” abrió la quebradiza tapa de mi pequeña caja de recuerdos, como si de una delicada caja de música que afina momentos inolvidables al compás de una dulce melodía se tratara. Me detuve. Se detuvo. Me quedé inmóvil, pensativo, con una inmensa sensación de alegría que albergué entre mi pecho, comparable al torbellino de mil caballos galopantes. En ella percibí la misma sensación cuando al girarme vi su cuerpo, sus preciosos ojos verdes, su bello pelo negro… Al cruzar mis ojos con los suyos nos reconocimos las miradas. Fue muy breve aquel encuentro. Aún cuando lo pienso, lo veo como si fuera aquel día. Me acuerdo que mientras nos abrazábamos me acerqué a su oído y, tenue, le susurré “el mundo es un pañuelo”. En aquel instante sólo pude articularle esas breves palabras, al tiempo que desechaba cualquier idea loca, fruto de las inagotables imaginaciones y deseos que antaño me habían hecho creer que cada uno debía seguir su camino, totalmente inverso.
Alguna vez habéis escuchado aquel dicho que dice “el mundo es un pañuelo”. Precisamente, hoy os quiero contar una pequeña anécdota que me sucedió hace tiempo al hilo del dicho que os acabo de recitar.
De siempre he confiado en el destino y su espera me trajo una bella sorpresa. Tuve una compañera de Colegio-Universidad, Isabel, con la que mantuve una relación de amistad preciosa, suenan graciosos los terminos, que nos duró un par de años. Se le daban genial los estudios y aquel don hizo que cada cual tomase un camino distinto, nuestras vidas, a medida que fuimos creciendo fueron ambas por vías diferentes. Ella, despues de dejar el Colegio y comenzar con la Universidad, de hay el termino, tuvo que marchar a EE.UU para seguir avanzando en su último curso de carrera, la tesis final de medicina, y yo me quedé en Madrid. Como me decía en repetidas ocasiones mi madre, me quedé compuesto y sin novia. A mi me encandiló el amor con dieciseis años recién cumplidos y a ella con catorce años.
La verdad que siempre confié en aquel dicho que ahora se me repite con sonsonete ‘el mundo es un pañuelo’ y en silencio esperé a que llegara el día que pudiese volver a verla de nuevo, volver a encontrarme con ella cara a cara, en cualquier esquina de este pequeño mundo. El paso del tiempo pesaba y a veces se me llegó a hacer eterna la espera, tanto que hasta todas mis ilusiones y sueños se me hacían un nudo entre las manos y entre tanto cavilar, del cual muchísimas veces sólo obtuve la respuesta del silencio a mis preguntas, remendé todo y llegué cada día a intentar desliarme de tantos sueños rotos y de tantas esperanzas desvanecidas, para hacer que cada día se me hiciera todo más fácil, más llevadero. Pero cada vez que lo intentaba, cuando parecía sacar la cabeza a flote para respirar aire fresco, todo se turbaba más difícil al pensar que el tan ansiado encuentro pudiera ser o fuera a ser, un hecho o no. Sí, compañeros. Me había enamorado hasta la médula de Isabel. Y me enamoré mucho más al pensar que jamás la volvería a ver nuevamente. Cada uno estábamos en una esquina del mundo diferente. Cuando ella contemplaba el amanecer en EE.UU yo veía declinar el último rayo de sol de una tarde de estío desde la ventana de mi escritorio en Madrid. Y así pasaron los días y los años.
Llegué a convencerme de que en realidad nuestro problema venía dado por vivíamos en mundos opuestos. Pero el azar quiso que un día nos encontráramos ambos paseando por la misma esquina del mundo.
Al principio, al cruzarnos en la misma acera por donde ambos estábamos paseando, un aroma conocido, un rastro de perfume saboreado en otro tiempo, una forma de figura tan peculiar, un modelo que antaño me susurró confianza mientras dábamos paseos con los libros a cuestas por el patio de la Universidad entre descanso y descanso y una voz suave, sutil, cariñosa, que dejo escapar por entre sus labios mi nombre a modo de pregunta “¿Alberto?” abrió la quebradiza tapa de mi pequeña caja de recuerdos, como si de una delicada caja de música que afina momentos inolvidables al compás de una dulce melodía se tratara. Me detuve. Se detuvo. Me quedé inmóvil, pensativo, con una inmensa sensación de alegría que albergué entre mi pecho, comparable al torbellino de mil caballos galopantes. En ella percibí la misma sensación cuando al girarme vi su cuerpo, sus preciosos ojos verdes, su bello pelo negro… Al cruzar mis ojos con los suyos nos reconocimos las miradas. Fue muy breve aquel encuentro. Aún cuando lo pienso, lo veo como si fuera aquel día. Me acuerdo que mientras nos abrazábamos me acerqué a su oído y, tenue, le susurré “el mundo es un pañuelo”. En aquel instante sólo pude articularle esas breves palabras, al tiempo que desechaba cualquier idea loca, fruto de las inagotables imaginaciones y deseos que antaño me habían hecho creer que cada uno debía seguir su camino, totalmente inverso.
Había rodado demasiado el tiempo, y aquellas palabras justificaban toda mi espera.
Pero quizás hoy, después de diez años de noviazgo con Isabel, simplemente este recuerdo quede como una hermosa anécdota de nuestra juventud que argumenta un poco más nuestra bella vida, nuestra hermosa relación. Pues, sinceramente amigo lector, cada día creo más en el destino y en aquel dicho tan peculiar y tan repetido que dice “el mundo es un pañuelo”.
Autor: Alberto Zambade
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