Hay cosas que nunca cambian. Si cierro los ojos aún puedo sentir el olor a cuero de la bolsa de viaje de mi padre y aún puedo sentir mi mano en su mano.
Siempre me marchaba feliz de la casa familiar porque olía a viejo. Con el frescor de la mañana marchaba dichosa de no tener una madre.
En la estación, mi padre y yo nos encontrábamos con nuestra verdadera familia, con esta gente que se mueve entre el desosiego y la esperanza, gente que se da besos tiernos, besos apasionados, apresurados besos. Me gustaba estar así.
Los primeros años de mi infancia transcurrieron entre habitaciones de hotel y trenes. Yo esperaba a mi padre en nuestro cuarto, jugando con mi pantalla mágica. Era una pantallita giratoria que se sujetaba a la luz de la mesita y al momento el techo, las paredes y el suelo se llenaban de manchas multicolores danzando a mi alrededor, se posaban en mi mano, resbalaban por mi cuerpo y yo imaginaba estar bajo el mar o en mitad del universo.
Cuando llegaba mi padre, le rodeaba con mis bracitos y hundía mi nariz en su cuello y le musitaba un “te quiero” que le obligaba a lanzarme al aire envuelta en un carrusel de risas. Pues, mi padre reía como el arco iris.
A veces volvíamos a la casa familiar. Yo dormía con mis primas. Éstas siempre caminaban con el borde de los pies, entre cruces y rayas, y meditaban mucho sobre lo que estaba bien o mal. Fue en una de estas estancias en la casa familiar. Mientras dormía, mi padre me besó la mejilla. Sentí el inconfundible olor de su bolsa de viaje y vi en él una miraba extraña. En sus ojos estaban las oscuras razones que rigen el mundo de los mayores y yo. Supe que era un adiós definitivo. Sin embargo, le pregunté: “¿Volverás pronto?”. “Tú pórtate bien siempre”, me dijo. Salió del cuarto. Yo me quedé arrebujada en las sabanas. Imaginé la estación y el helor que sentiría mi padre en su cara y en su mano sin que mi pequeña mano se la calentara.
Ha pasado mucho tiempo. He aprendido que no existe la frontera del bien y del mal. Ahora camino entre cruces y rayas. Y sigo adorando las estaciones. Pues, antes de ir a mí casa, mis paseos me llevan al mismo lugar: un café entre besos y adioses.
Pues, no desisto encontrar un día a un hombre con una bolsa de viaje; quizás, algún tren me traiga a alguien que se ría como el arco iris. Ese día me acercaré, le rodearé con mis brazos y le diré:
“Sabes, me he portado bien siempre”.
Siempre me marchaba feliz de la casa familiar porque olía a viejo. Con el frescor de la mañana marchaba dichosa de no tener una madre.
En la estación, mi padre y yo nos encontrábamos con nuestra verdadera familia, con esta gente que se mueve entre el desosiego y la esperanza, gente que se da besos tiernos, besos apasionados, apresurados besos. Me gustaba estar así.
Los primeros años de mi infancia transcurrieron entre habitaciones de hotel y trenes. Yo esperaba a mi padre en nuestro cuarto, jugando con mi pantalla mágica. Era una pantallita giratoria que se sujetaba a la luz de la mesita y al momento el techo, las paredes y el suelo se llenaban de manchas multicolores danzando a mi alrededor, se posaban en mi mano, resbalaban por mi cuerpo y yo imaginaba estar bajo el mar o en mitad del universo.
Cuando llegaba mi padre, le rodeaba con mis bracitos y hundía mi nariz en su cuello y le musitaba un “te quiero” que le obligaba a lanzarme al aire envuelta en un carrusel de risas. Pues, mi padre reía como el arco iris.
A veces volvíamos a la casa familiar. Yo dormía con mis primas. Éstas siempre caminaban con el borde de los pies, entre cruces y rayas, y meditaban mucho sobre lo que estaba bien o mal. Fue en una de estas estancias en la casa familiar. Mientras dormía, mi padre me besó la mejilla. Sentí el inconfundible olor de su bolsa de viaje y vi en él una miraba extraña. En sus ojos estaban las oscuras razones que rigen el mundo de los mayores y yo. Supe que era un adiós definitivo. Sin embargo, le pregunté: “¿Volverás pronto?”. “Tú pórtate bien siempre”, me dijo. Salió del cuarto. Yo me quedé arrebujada en las sabanas. Imaginé la estación y el helor que sentiría mi padre en su cara y en su mano sin que mi pequeña mano se la calentara.
Ha pasado mucho tiempo. He aprendido que no existe la frontera del bien y del mal. Ahora camino entre cruces y rayas. Y sigo adorando las estaciones. Pues, antes de ir a mí casa, mis paseos me llevan al mismo lugar: un café entre besos y adioses.
Pues, no desisto encontrar un día a un hombre con una bolsa de viaje; quizás, algún tren me traiga a alguien que se ría como el arco iris. Ese día me acercaré, le rodearé con mis brazos y le diré:
“Sabes, me he portado bien siempre”.
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