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Si queréis publicar algo en mi blog para que lo vean los demás, enviármelo al e-mail: alberto.zambade@hotmail.com y en breve será publicado.
Saludos del Dardo
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La leyenda de los cuatro encuentros
Le había sido dicho al Rey Troyen que si quería evitar que su hijo lo abandonase, tenía que aislarlo del mundo e impedirle ver el sufrimiento. Era una tarea difícil de imaginar para un Rey, pero debía conseguirlo y, a su vez, educarlo mientras gobernaba al mismo tiempo.
En cualquier caso, todo el esfuerzo que su padre puso fue en vano. Atenón, hijo de Troyen, siempre iba acompañado de su padre. Un buen día Atenón le dijo a Troyen que quería dar un paseo por la ciudad y Troyen, le propuso a su hijo que le llevaría a dar cuatro paseos sucesivos.
En el primero vio a un viejo arrugado, trémulo y apoyado en un bastón, que tenía dificultades al andar.
-¿Qué es eso?-preguntó Atenón, frunciendo el ceño, mientras sus ojos seguían con enardecimiento al viejo errante y a su torpe caminar.
-Ese señor, a lo que tú llamas eso, es la vida-respondió Troyen a su hijo.
La misma cuestión le planteó Atenón a su padre, cuando doblando hacia la derecha se encontraron delante de sus narices con un entierro y, mucho antes, con un mendigo que estaba tapado y acurrucado con cartones y medio moribundo y enfermo, con la mirada perdida en el Limbo y el rostro lleno de llagas.
Su padre, Troyen, le explicó a su hijo detenidamente aquellas horribles imágenes. Atenón conoció entonces, por palabras de su padre y después de grabar aquellas imágenes en su mente, el dolor y la muerte y el tiempo que todo lo consume.
Sin embargo, en el cuarto paseo, se encontraron con un hombre espantosamente flaco, abatido por el hambre, que sujetaba en su mano izquierda un tazón para recoger las limosnas que le daba el gentío. Y, con todo su pesar, conservaba la mirada serena de un vencedor. Era un monje ermitaño. Un hombre que había vencido el dolor, la muerte y la angustia al soportar las enfermedades y la falta de comida durante muchísimo tiempo. Fue en busca del Atman, el yo personal, el yo interno de cada cual. Y a este lo enfrentó con el mar del eterno, del ser que fluye de las apariencias ilusorias.
De vuelta a casa Troyen, permaneció cayado y concentrado, mientras observaba a Atenón con admiración. Atenón tomó la misma conducta que su padre de vuelta a palacio y, envuelto en fuscos pensamientos, se limitó a caminar, con la mirada perdida, en dirección a su celda real que durante tantos años llevaba cobijándole. Aquel día Troyen daría una gran fiesta en palacio, para celebrar el día en que nació Atenón.
A la mañana siguiente, Atenón, se acercó al pie de la cama de matrimonio y miró a su mujer y a su hijo como dormían, se movió sigilosamente hasta el borde izquierdo de la cama y se sentó junto a ellos un instante, teniendo máxima cautela para no hacer ningún ruido que pudiera romper su belleza durmiente y les beso a ambos. Y, volviéndose despacio, se alejó de sus vidas para siempre.
Salió de palacio, cuando la luz de la luna alumbraba en su máximo esplendor los caminos por donde habían paseado durante largo rato por la mañana, a lomos de su veloz caballo Isilbar. Y juntos caminaron hasta que lograron estar lo suficientemente lejos de palacio. Entonces, Atenón, mandó a su caballo, Isilbar, que volviera a los lomos de su hijo. Él, mientras, decidió seguir a pie el resto del viaje.
Caminó entre penumbras que nublaban sus pensamientos de miedos e incertidumbre. Y, más adelante, entre unos matorrales logró divisar a un mendigo. Atenón le propuso hacer un cambió de ropajes y el mendigo cedió encantado, llevaba tantos años envuelto entre pobreza que acogió sus ropajes como si le dieran oro a un pirata. Luego con su afilada espada se cortó el pelo como un mendigo y, descalzo, decidió continuar su camino al encuentro de los ermitaños.
En aquel momento, rompió los vínculos de las ilusiones: Buscaba ahora la certeza y el sentido del Yo absoluto, porque pensaba que así, quizás, daría sentido a su vida.
Le había sido dicho al Rey Troyen que si quería evitar que su hijo lo abandonase, tenía que aislarlo del mundo e impedirle ver el sufrimiento. Era una tarea difícil de imaginar para un Rey, pero debía conseguirlo y, a su vez, educarlo mientras gobernaba al mismo tiempo.
En cualquier caso, todo el esfuerzo que su padre puso fue en vano. Atenón, hijo de Troyen, siempre iba acompañado de su padre. Un buen día Atenón le dijo a Troyen que quería dar un paseo por la ciudad y Troyen, le propuso a su hijo que le llevaría a dar cuatro paseos sucesivos.
En el primero vio a un viejo arrugado, trémulo y apoyado en un bastón, que tenía dificultades al andar.
-¿Qué es eso?-preguntó Atenón, frunciendo el ceño, mientras sus ojos seguían con enardecimiento al viejo errante y a su torpe caminar.
-Ese señor, a lo que tú llamas eso, es la vida-respondió Troyen a su hijo.
La misma cuestión le planteó Atenón a su padre, cuando doblando hacia la derecha se encontraron delante de sus narices con un entierro y, mucho antes, con un mendigo que estaba tapado y acurrucado con cartones y medio moribundo y enfermo, con la mirada perdida en el Limbo y el rostro lleno de llagas.
Su padre, Troyen, le explicó a su hijo detenidamente aquellas horribles imágenes. Atenón conoció entonces, por palabras de su padre y después de grabar aquellas imágenes en su mente, el dolor y la muerte y el tiempo que todo lo consume.
Sin embargo, en el cuarto paseo, se encontraron con un hombre espantosamente flaco, abatido por el hambre, que sujetaba en su mano izquierda un tazón para recoger las limosnas que le daba el gentío. Y, con todo su pesar, conservaba la mirada serena de un vencedor. Era un monje ermitaño. Un hombre que había vencido el dolor, la muerte y la angustia al soportar las enfermedades y la falta de comida durante muchísimo tiempo. Fue en busca del Atman, el yo personal, el yo interno de cada cual. Y a este lo enfrentó con el mar del eterno, del ser que fluye de las apariencias ilusorias.
De vuelta a casa Troyen, permaneció cayado y concentrado, mientras observaba a Atenón con admiración. Atenón tomó la misma conducta que su padre de vuelta a palacio y, envuelto en fuscos pensamientos, se limitó a caminar, con la mirada perdida, en dirección a su celda real que durante tantos años llevaba cobijándole. Aquel día Troyen daría una gran fiesta en palacio, para celebrar el día en que nació Atenón.
A la mañana siguiente, Atenón, se acercó al pie de la cama de matrimonio y miró a su mujer y a su hijo como dormían, se movió sigilosamente hasta el borde izquierdo de la cama y se sentó junto a ellos un instante, teniendo máxima cautela para no hacer ningún ruido que pudiera romper su belleza durmiente y les beso a ambos. Y, volviéndose despacio, se alejó de sus vidas para siempre.
Salió de palacio, cuando la luz de la luna alumbraba en su máximo esplendor los caminos por donde habían paseado durante largo rato por la mañana, a lomos de su veloz caballo Isilbar. Y juntos caminaron hasta que lograron estar lo suficientemente lejos de palacio. Entonces, Atenón, mandó a su caballo, Isilbar, que volviera a los lomos de su hijo. Él, mientras, decidió seguir a pie el resto del viaje.
Caminó entre penumbras que nublaban sus pensamientos de miedos e incertidumbre. Y, más adelante, entre unos matorrales logró divisar a un mendigo. Atenón le propuso hacer un cambió de ropajes y el mendigo cedió encantado, llevaba tantos años envuelto entre pobreza que acogió sus ropajes como si le dieran oro a un pirata. Luego con su afilada espada se cortó el pelo como un mendigo y, descalzo, decidió continuar su camino al encuentro de los ermitaños.
En aquel momento, rompió los vínculos de las ilusiones: Buscaba ahora la certeza y el sentido del Yo absoluto, porque pensaba que así, quizás, daría sentido a su vida.
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