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Saludos del Dardo
Este relato breve va dedicado a Almudena Grandes.
Relato Breve
La juventud de María Estébez
Era una caja de cartón marrón, perdida bajo una montaña de trastos viejos, en la esquina que, desde que tengo memoria, han escogido siempre los vecinos de mi barrio para amontonar los trastos. Aquella noche, el ayuntamiento se los iba a llevar gratis. Había carteles colgados en cada portal del barrio, con el horario de recogida bien clarito, pero cuando salí por la mañana, la caja ya estaba allí.
Cuando volví del Instituto, a media tarde, no logré verla. Había tantos trastos nuevos sobre los antiguos, que apenas logré distinguirla. Pero lo que sí vi fue la silueta de mi madre husmeando. A ella siempre le había encantado recoger objetos desahuciados de la esquina de los trastos y yo admiraba tanto su habilidad, la gracia con la que sabía devolverlos a la vida, que aquella tarde decidí ayudarla. Total, no tenía deberes. Así fui levantando, estudiando, seleccionando mesitas, estantes, adornos antiguos, hasta que me encontré con ella, con la humilde caja marrón que aquella misma mañana ya vi sin querer mirarla. Ahora tampoco me interesaba mucho, pero estaba abierta. A través del agujero de una solapa rota se veía la portada de un libro, Robert Louis Stevenson, La isla del tesoro, y la mitad de otra, Dicc…Esp…
Fue el diccionario, la curiosidad instantánea que me inspiró resolver aquel título seccionado por una solapa bien cerrada. Español ¿Qué? Me dije, y arrastré aquella caja hasta un banco, me senté con ella entre las piernas, la abrí del todo. Diccionario escolar Español-Latín. Enseguida leí otra inscripción, un nombre a boli, cada letra repasada muchas veces sobre la superficie irregular de los cantos bien apretados. José Juan, ponía. Cuando abrí el libro, vi aquel nombre escrito muchas otras veces, y en la primera página, arriba, con una letra redonda, otro nombre, María Estébez, 5ºA. Entonces me di cuenta de que era un libro muy antiguo, el lomo destrozado, las páginas amarillentas, el pie de imprenta, 1946. María quiere a Juan José, María y José Juan, Te quiero, José Juan… En 1946, María Estébez marcaba todos sus libros con la misma cuidadosa caligrafía. Le gustaba leer obras que yo conocía, de Julio Verne, de Hermann Hesse, de Albert Camus, otras que me sonaban vagamente, como Rebeca o La feria de las vanidades, y otras de las que no había oído hablar jamás. La vida sale al encuentro, Edad prohibida, ¿y esto qué será…?
Pero en la caja no había sólo libros. Allí estaban también los cuadernos de María Estébez-4ºA, 5ºA, 6ºA- donde aparecían los anteriores novios que se iban sucediendo hasta llegar a José Juan. Y había también cartas, algunas con sobres de colores muy chillones y sicodélicos, con dibujos muy cursis y muchas tarjetas de Navidad. Y algunos discos de vinilo con las tapas muy viejas y medio rotas, con títulos muy raros, A Antonio Machado, poeta o Todo tiene su fin. Era como si María Estébez, quienquiera que fuera, hubiera querido cortar de golpe cualquier lazo que la uniera con su pasado remoto, su primer pasado adulto, la adolescencia que yo estaba entrenando 50 años después. O como si se hubiera muerto, y su familia hubiera decidido desprenderse de todas las cosas que no necesitaba para recordarla. Y sin embargo, María Estébez, seguía estando allí, en aquellos nombres de chico, en aquellos libros y aquellos cuadernos, en las cartas y en los discos. Estaba allí, igual que en cualquier otra parte, más quizá.
-¿Qué haces?-mi madre levantó en el aíre una lechera antigua, de hojalata, poco abollada, y una estantería muy pequeña, que parecía un especiero-. Vamos a casa, anda…
En el fondo había un montón de fotos antiguas, las miré deprisa, observé la frecuencia con la que aparecía en ellas una chica delgada, morena, con el pelo cortado a capas y como doblado para atrás sobre sí mismo, muy raro, y volví a ponerlas en el fondo de la caja. Después amontoné encima todo los demás mientras sentía una tristeza profunda, inexplicable. La memoria de María Estébez, adolescente hace cincuenta años, me dolió como en aquel momento presentí que le dolería su propia adolescencia abandonada, cuando hubieran pasado cincuenta años. Tan pronto. Tan tarde. Tan pronto…
-¿Y eso?-mi madre me miró con las cejas levantadas, cuando me vio llegar con la caja en brazos.
La juventud de María Estébez
Era una caja de cartón marrón, perdida bajo una montaña de trastos viejos, en la esquina que, desde que tengo memoria, han escogido siempre los vecinos de mi barrio para amontonar los trastos. Aquella noche, el ayuntamiento se los iba a llevar gratis. Había carteles colgados en cada portal del barrio, con el horario de recogida bien clarito, pero cuando salí por la mañana, la caja ya estaba allí.
Cuando volví del Instituto, a media tarde, no logré verla. Había tantos trastos nuevos sobre los antiguos, que apenas logré distinguirla. Pero lo que sí vi fue la silueta de mi madre husmeando. A ella siempre le había encantado recoger objetos desahuciados de la esquina de los trastos y yo admiraba tanto su habilidad, la gracia con la que sabía devolverlos a la vida, que aquella tarde decidí ayudarla. Total, no tenía deberes. Así fui levantando, estudiando, seleccionando mesitas, estantes, adornos antiguos, hasta que me encontré con ella, con la humilde caja marrón que aquella misma mañana ya vi sin querer mirarla. Ahora tampoco me interesaba mucho, pero estaba abierta. A través del agujero de una solapa rota se veía la portada de un libro, Robert Louis Stevenson, La isla del tesoro, y la mitad de otra, Dicc…Esp…
Fue el diccionario, la curiosidad instantánea que me inspiró resolver aquel título seccionado por una solapa bien cerrada. Español ¿Qué? Me dije, y arrastré aquella caja hasta un banco, me senté con ella entre las piernas, la abrí del todo. Diccionario escolar Español-Latín. Enseguida leí otra inscripción, un nombre a boli, cada letra repasada muchas veces sobre la superficie irregular de los cantos bien apretados. José Juan, ponía. Cuando abrí el libro, vi aquel nombre escrito muchas otras veces, y en la primera página, arriba, con una letra redonda, otro nombre, María Estébez, 5ºA. Entonces me di cuenta de que era un libro muy antiguo, el lomo destrozado, las páginas amarillentas, el pie de imprenta, 1946. María quiere a Juan José, María y José Juan, Te quiero, José Juan… En 1946, María Estébez marcaba todos sus libros con la misma cuidadosa caligrafía. Le gustaba leer obras que yo conocía, de Julio Verne, de Hermann Hesse, de Albert Camus, otras que me sonaban vagamente, como Rebeca o La feria de las vanidades, y otras de las que no había oído hablar jamás. La vida sale al encuentro, Edad prohibida, ¿y esto qué será…?
Pero en la caja no había sólo libros. Allí estaban también los cuadernos de María Estébez-4ºA, 5ºA, 6ºA- donde aparecían los anteriores novios que se iban sucediendo hasta llegar a José Juan. Y había también cartas, algunas con sobres de colores muy chillones y sicodélicos, con dibujos muy cursis y muchas tarjetas de Navidad. Y algunos discos de vinilo con las tapas muy viejas y medio rotas, con títulos muy raros, A Antonio Machado, poeta o Todo tiene su fin. Era como si María Estébez, quienquiera que fuera, hubiera querido cortar de golpe cualquier lazo que la uniera con su pasado remoto, su primer pasado adulto, la adolescencia que yo estaba entrenando 50 años después. O como si se hubiera muerto, y su familia hubiera decidido desprenderse de todas las cosas que no necesitaba para recordarla. Y sin embargo, María Estébez, seguía estando allí, en aquellos nombres de chico, en aquellos libros y aquellos cuadernos, en las cartas y en los discos. Estaba allí, igual que en cualquier otra parte, más quizá.
-¿Qué haces?-mi madre levantó en el aíre una lechera antigua, de hojalata, poco abollada, y una estantería muy pequeña, que parecía un especiero-. Vamos a casa, anda…
En el fondo había un montón de fotos antiguas, las miré deprisa, observé la frecuencia con la que aparecía en ellas una chica delgada, morena, con el pelo cortado a capas y como doblado para atrás sobre sí mismo, muy raro, y volví a ponerlas en el fondo de la caja. Después amontoné encima todo los demás mientras sentía una tristeza profunda, inexplicable. La memoria de María Estébez, adolescente hace cincuenta años, me dolió como en aquel momento presentí que le dolería su propia adolescencia abandonada, cuando hubieran pasado cincuenta años. Tan pronto. Tan tarde. Tan pronto…
-¿Y eso?-mi madre me miró con las cejas levantadas, cuando me vio llegar con la caja en brazos.
-Me la llevo-y antes de que ella me preguntara para qué, comprendió que no iba a ser capaz de decir la verdad, porque me daba vergüenza dejar a María Estébez tirada en la calle, rechazada, abandonada, expuesta a las miradas de otros-. Son libros. Algunos están muy bien, ¿sabes?
Para: Almudena Grandes.
Firma: Alberto Zambade
2 comentarios:
Gracias por tu paso y tus palabras en mi rincón.
Saludos
No hay de qué, es un placer saber que estás ahí, leyendo en otro rincón que también forma parte de ti.
Estás más que invitada, pásate cuando quieras.
Saludos del Dardo
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